Japón

 

Figura 1. Jóvenes japonesas actuales, entre la tradición y la modernidad

Japón es un país sorprendente, siempre cubierto de un halo de misterio para los occidentales. Resulta paradójica la mezcla de tradición y modernidad que los japoneses son capaces de exhibir en muchas de sus costumbres, una mezcla que con frecuencia nos confunde y nos impide llegar a conclusiones simplistas. Es un país milenario que hasta hace poco más de un siglo mantenía tradiciones ancestrales y medievales y que durante el siglo XX ha protagonizado un vertiginoso salto hacia la modernidad y la vanguardia tecnológica. El Japón de hoy es uno de los países más avanzados del mundo pero mantiene con devoción muchas de sus costumbres tradicionales (figura 1). Cuando los americanos entraron en una terrible guerra con Japón durante la II Guerra Mundial encargaron un estudio que les ayudase a entender mejor esas paradojas de la cultura japonesa y el resultado fue un libro que se ha convertido en clásico y sigue siendo una ayuda inestimable cuando queremos acercarnos al alma de los japoneses: El crisantemo y la espada de Ruth Benedict.

 

Como en todos los países insulares resulta difícil y costoso el visitar varias islas, así que, como la mayor parte de los turistas que visitan el país del sol naciente, tendremos que conformarnos con recorrer la isla donde se sitúan las principales ciudades y los mayores alicientes, la de Honshu. Pero, eso sí, decidimos trasladarnos en coche, dejando de lado los medios más rápidos como el tren y el avión, para disponer de mayor libertad de movimientos y poder ver algunos lugares del interior de la isla en vez de limitarnos a las grandes urbes.

Volamos pues al gran aeropuerto de Osaka con escala en París para iniciar nuestra visita en una de las ciudades más tradicionales y más bellas del Japón, Kioto, que guarda una gran cantidad de riquezas culturales derivadas de la época en que fue la capital del país. La primera impresión es poco estimulante: una ciudad grande, moderna y fea, con un tráfico intenso y edificios grises, anodinos, carentes de cualquier tipo de gracia o interés. ¿Nos habremos equivocado? ¿Será que el Japón tradicional ha desaparecido definitivamente arrastrado por la marea de las construcciones modernas despersonalizadas?

Pero esta primera impresión dura muy poco, apenas el tiempo necesario para acercarnos al primer templo que vamos a visitar, el de Kiyomizu-dera, que es uno de los más famosos y queridos de la ciudad. Es un enorme edificio de madera con una gran terraza que sobresale de la ladera de la montaña y se apoya sobre columnas de 13 metros de altura. En seguida empezamos a tomar conciencia de esos contrastes y esas paradojas tan peculiares de este país. Los templos destacan, ante todo, por estar situados en lugares aislados rodados de una vegetación exuberante que consigue dar una gran apariencia de naturalidad aunque si nos fijamos más detalladamente comprobamos que es el fruto de un trabajo de jardinería muy intenso y refinado. Aunque es frecuente que haya un gran número de visitantes, tanto japoneses como extranjeros, los templos suelen transmitir una sensación de tranquilidad y recogimiento provocada por la dispersión de los edificios y por la cuidada belleza de los jardines en los que se ubican (figura 2).

Figura 2. Típico jardín japonés

Los templos datan generalmente de bastantes siglos atrás y tienen una historia rica y secular pero las construcciones que podemos ver son en la mayor parte de los casos mucho más recientes. Al ser de madera, los incendios y los terremotos que con frecuencia asolan partes del territorio de Japón han obligado a reconstruir los templos en varias ocasiones. Suelen estar pintados de rojo y oro y todo ello hace que resulte muy difícil percibir la antigüedad y la solera de estos lugares de culto.

 

Nos encontramos en Asia, y concretamente en el extremo oriente, pero el contraste con los templos budistas o hinduistas que podemos visitar en la India, en Birmania, en Nepal, en Tailandia, en Indonesia, etc., es radical. Frente a la profusión de imágenes humanas y zoomorfas, una decoración sobria y escasa; frente a las masas de fieles orando en posturas de humillación y respeto, algunas personas encendiendo simples velas o palitos de incienso; frente al abigarramiento, las ofrendas y hasta la suciedad de los templos hindúes, la limpieza, el silencio y hasta el hieratismo de los japoneses.

Figura 3. Las puertas del templo Fushimi Inari

Sabemos que en Japón la religión mayoritaria es el sintoísmo, aunque también hay templos budistas y de otras religiones, pero las conexiones históricas del sintoísmo con otras religiones como el budismo y el confucianismo, nos hacen pensar que debería haber una mayor similitud entre los templos de estas religiones orientales. Una vez más, el carácter japonés ha sabido adaptar a su propia idiosincrasia las influencias que le han llegado del exterior y hacer una síntesis original entre lo local y lo foráneo.

 

A medida que vamos visitando templos nos vamos imbuyendo de este ambiente especial y empezamos a darnos cuenta de que todos se parecen pero todos son diferentes, de que se encuentran situados en lugares en los que apetece abandonarse a pasear sin rumbo y, sobre todo, sin mirar al reloj. Nuestro asombro va en aumento al comprobar la enorme cantidad de templos que alberga esta gran ciudad, muchos de ellos relativamente alejados del centro, lo que hace que pronto seamos conscientes de que no vamos a tener tiempo de verlos todos y que vamos a tener que establecer prioridades. Uno de los que no pueden faltar es el Fushimi Inari, lugar de culto famoso porque, además de sus varios templos, cuenta con caminos formados por miles de puertas (torii) pintadas de color rojo y que serpentean por los bosques de la montaña sagrada dedicada a Inari, deidad del arroz, la fertilidad y la agricultura, formando contrastes de singular belleza (figura 3).

Figura 4. El templo Kinkakuji de Kioto

El llamado jardín japonés se ha hecho famoso en todo el mundo y con gran frecuencia se ha imitado en todos los países para crear espacios ajardinados con una finalidad esencialmente decorativa. Sin embargo, las réplicas que vemos en otros lugares son remedos bastante pobres de los auténticos jardines japoneses. Estos están trabajados con tal primor, con tan alto grado de minuciosidad y detalle, con tan exquisito gusto y, sobre todo, con tan inmensas dosis de paciencia que logran unos efectos visuales de belleza y armonía inigualables. Lo más sorprendente de todo es que los jardines japoneses, a diferencia de los franceses o de los ingleses, transmiten una gran sensación de naturalidad. Si no prestamos atención podremos pensar que se trata de un lugar producido por la mera acción de la naturaleza, pero cuando nos fijamos nos damos cuenta de que todo ha sido cuidadosamente organizado por manos expertas: cada árbol ha sido esculpido, cada planta ha sido colocada de forma que armonicen los colores de sus flores, cada piedra está en su lugar, cada corriente de agua ha sido debidamente domesticada, todo está pensado y cuidado con mimo… Entre los numerosos ejemplos que podríamos citar, uno de los más conocidos es el Kinkakuji o pabellón dorado, templo cuyas dos plantas superiores están cubiertas de pan de oro y producen reflejos de gran belleza sobre las aguas del lago (figura 4).

 

De esta forma podemos pasar semanas recorriendo los cientos de templos que se encuentran desperdigados por los alrededores de Kioto, pues se dice que son la increíble cantidad de unos 2.000, dato que hemos renunciado a comprobar personalmente. En cambio, desgraciadamente, los tiempos modernos han acabado casi completamente con las calles tradicionales de una ciudad que hasta hace no muchos años contaba con barrios enteros de casas de madera construidas según el estilo japonés. Hoy solo subsisten un par de callejuelas en las que se han conservado las casas típicas y en las que se ubican casi exclusivamente restaurantes y otros tipos de negocios dedicados a fines turísticos.   

Kioto es hoy una gran ciudad moderna que ha perdido gran parte de su encanto tradicional, pero las huellas de un pasado lejano que ha pervivido hasta hace pocos decenios están todavía muy presentes y afloran de forma sorprendente, y no solo en los reductos aislados de los templos. Hemos visto ya como los habitantes de esta ciudad, y sobre todo las mujeres, tanto jóvenes como mayores, gustan de vestirse con los primorosos trajes tradicionales, y ello no solo en ocasiones solemnes.

Figura 5. Grupo de geishas por las calles de Kioto

Así, tuvimos la suerte de poder contemplar uno de esos espectáculos que los viajes suelen regalarnos cuando menos lo esperamos, en este caso un espectáculo poco frecuente pero muy ilustrativo de esas paradojas que se dan en el Japón actual y que nos permiten entrever cómo debajo de la capa de modernidad subyacen costumbres tradicionales que creíamos desaparecidas. Circulando en automóvil por las modernas calles de Kioto de repente vimos un grupo de media docena de geishas pintadas y ataviadas con los tradicionales e inconfundibles signos de su profesión. Avanzaban pausada y solemnemente por la gran ciudad hacia su destino, entre el desinterés del resto de la población local y la sorpresa de los visitantes como nosotros que no podíamos sospechar que íbamos a encontrarnos con un grupo de mujeres tan representativo y tan llamativo por la calle y a plena luz del día (figura 5).

 

Figura 6. La puerta (torii) del gran templo Todaiji  de Nara

Una excursión obligada desde Kioto es la ciudad tradicional de Nara, hoy una pequeña ciudad muy agradable, pero en la se ubican varios templos muy interesantes provenientes de la época medieval en la que era la capital del país. Nara es uno de los destinos turísticos más importantes de Japón debido a la gran cantidad de  templosantiguos que posee y por su buen estado de conservación.

 

El más famoso es quizá el Todaiji que data nada menos que del siglo VIII cuando Nara fue la primera capital estable del Japón. También es conocido porque por sus jardines pasean numerosos ciervos sika, algo que confiere al lugar una mayor apariencia de naturalidad y de recogimiento. Pero, estos animales, tan huidizos en otros ambientes, campan aquí a sus anchas y están aquí acostumbrados a la avalancha de miles de visitantes que les dan galletas para fotografiarse con ellos y se han convertido en insaciables y atrevidos pedigüeños que incluso te meten el hocico en el bolsillo del pantalón para comprobar si llevas algo comestible.

Se considera uno de los edificios de madera más grandes del mundo y en su interior hay una imagen de Buda que con más de 16 metros de alto es la más grande de Japón El elemento más destacable de este templo es, sin embargo, la gran puerta (torii) una de las más antiguas y de mayor tamaño, aunque la que hoy podemos contemplar no es la original del siglo VIII sino una reconstrucción muy posterior (figura 6).

Después de visitar otros varios templos en Nara y en Kioto, que no menciono aquí para no alargar mi relato, realizamos una excursión a la ciudad de Arashiyama, hoy casi un barrio de las afueras de Kioto, famosa por albergar un excepcional e histórico bosque de bambú. Siempre he sentido una atracción especial por el bambú, una planta gramínea típica del mundo tropical que tiene una extraordinaria utilidad práctica además de una singular belleza. Este bosque, que cuenta con ejemplares de gran tamaño, es un lugar ideal para disfrutar de paseos en los que apreciar la tranquilidad del paisaje, los innumerables tonos de verde y amarillo que produce esta planta y el murmullo de las hojas y los troncos que se rozan en las alturas mecidos por el viento (figura 7).

Figura 7. El bosque de bambú de Arashiyama

El tiempo pasa deprisa y tenemos que dejar Kioto con dirección al centro de la isla, pues tenemos mucho interés en no circunscribir nuestro viaje a las grandes ciudades y acercarnos al Japón rural y a los parajes naturales, mucho menos conocidos y visitados. Nos dirigimos en primer lugar al pueblo de Shirakawa-go cuyo atractivo es que pasa por ser uno de los pocos lugares en los que se han conservado las casas tradicionales del campo japonés.

 

Hoy este pueblo es sobre todo una atracción turística, una especie de gran museo al aire libre. No obstante, la visita es muy recomendable. Shirakawa-go está ubicada en un bonito valle elevado, rodeado de montes y bosques. Las grandes casas tradicionales están muy bien conservadas, por lo que aúnan la belleza de las construcciones rurales con la posibilidad de visitar el interior en el que se muestran la decoración y la vida de tiempos pretéritos. Las numerosas casas del poblado forman un conjunto muy armónico, y a la vez ilustrativo, por el que los paseos resultan muy agradables. Además, nos encontramos ya lejos de los lugares más visitados y, por tanto, aquí nos encontramos casi solos por lo que la visita resulta muy relajante y sin los agobios que las multitudes de visitantes producen en otros lugares de este país superpoblado (figura 8). 

Figura 8. Casas tradicionales en Shirakawa-go

Nuestra siguiente etapa es Takayama, una bonita ciudad que tiene mucho interés pese a que se encuentra fuera de las rutas turísticas habituales. Entre los varios alicientes con que cuenta esta ciudad, podemos destacar dos principales: los varios templos distribuidos por los montes que la rodean y algunas calles céntricas en las que pervive la arquitectura tradicional de madera. El tiempo en esta zona montañosa está lluvioso y los templos aparecen rodeados de una neblina que les confiere un aspecto de soledad y de misterio. El paseo por Higashiyama obliga a caminar bastante rato pero el descubrimiento de los pequeños santuarios que se encuentran desperdigados por el bosque proporciona momentos muy gratificantes.

 

Cuando cae la noche, la parte antigua de la ciudad, que muestra una intensa actividad comercial durante el día, aparece solitaria y misteriosa. Las casas de madera se alinean como reliquias de tiempos pasados a la luz de las farolas. Pasear de noche por Takayama es como transportarse a otra época, es como si nos pudiésemos asomar por un momento a ese Japón medieval y tradicional que hoy ha desaparecido casi por completo a pesar de que hasta hace poco tiempo era la forma habitual de vida de este país (figura 9).

Figura 9. Calle del centro antiguo de Takayama

Takayama se encuentra situada en la parte central y montañosa de la isla de Honshu y tiene para nosotros otro aliciente importante. Queremos acercarnos a los llamados “Alpes japoneses”. Se trata de una zona poco visitada por los extranjeros que van al país con poco tiempo pero importante lugar de vacaciones de muchos japoneses, que acuden a pasar aquí sus reducidos tiempos de descanso practicando el senderismo y el montañismo. Nos dirigimos pues a Kamikochi, centro de la región, para poder hacer alguna caminata por la zona. Nos encontramos con los característicos paisajes montañosos que explican por qué se ha hablado de “alpes”: grandes montañas, casi sin nieve en esta época del año; profundos valles surcados por ríos de aguas blancas y turbulentas; bosques de densa vegetación y húmedo ambiente; lagos de postal... Como suele ocurrir cuando nos adentramos en el ambiente singular y agreste de la montaña, nos encontramos en un mundo completamente diferente. Resulta difícil imaginar que a pocas horas por carretera se encuentran enormes urbes en las que habitan decenas de millones de seres humanos: Tokio, Kioto, Osaka, Yokohama… Disfrutamos de una estupenda caminata por el valle del río Azusa aunque el día está nublado y los grandes picos quedan ocultos tras la nubosidad (figura 10). 

 

Figura 10. Típico puente de Kappa sobre el río Azusa

En nuestro camino hacia la capital tenemos como objetivo prioritario hacer una parada para contemplar de cerca el mítico Fujiyama o monte Fuji. Con sus 3.776 metros de altitud es el punto culminante de la isla y de todo el Japón. La característica forma cónica casi perfecta de este gran volcán representa la imagen más característica y reproducida de Japón. La fotografía del Fujiyama sobresaliendo en la llanura, coronado de nieve y decorado con algún lago y los almendros en flor está en nuestras retinas y no queremos desaprovechar la oportunidad de hacer algunas fotos aunque somos conscientes de que en esta época estival la nieve de la cumbre ya ha desaparecido y que la bruma de la evaporación hace que las vistas sean menos nítidas que en invierno o en primavera. Pero cuando llegamos a los alrededores del Fujiyama la situación es mucho peor de lo previsto: el tiempo se ha nublado y el gran volcán queda completamente oculto por las nubes. Sabemos que está ahí pero no podemos ver nada. Nos demoramos esperando que las nubes se abran y podamos tener alguna vista, siquiera parcial, pero finalmente tenemos que desistir y seguir nuestro camino a Tokio.

 

Pero solo desistimos momentáneamente. Aunque sea desandar el camino ya realizado y tener que ajustar todavía más nuestro programa en la capital, decidimos hacer otro día una excursión desde Tokio expresamente para ver el Fujiyama. Esperamos a un día que amanezca claro e incluso nos aseguramos de que se vea el volcán en la distancia desde la ciudad. Una vez más, el tiempo cambiante característico de la montaña y el calor del verano provocan que cuando llegamos a las proximidades del volcán hayan crecido las nubes de evolución y la vista que tenemos sea incompleta y parcialmente velada por la neblina (figura 11). Hemos conseguido ver por fin el ansiado Fujiyama pero se trata de una visión fugaz e imperfecta. Hemos cumplido nuestro objetivo de no abandonar Japón sin haber podido ver su monte más famoso, pero nos queda un cierto sabor agridulce por no haber conseguido unas vistas más claras y más completas. Tal vez podamos lograrlo en otra ocasión. O tal vez hayamos de conformarnos con esta vista fragmentaria.

Figura 11. Vista del Fujiyama parcialmente cubierto por las nubes

De esta forma llegamos a Tokio, la inmensa megalópolis que es la actual capital del Japón. Tenemos una cierta aprensión sobre la visita a esta ciudad pues nos da miedo que nos defraude. Se trata de la aglomeración urbana más grande del mundo con unos 13 millones de habitantes en la capital propiamente dicha y más de 36 millones en su descomunal área metropolitana, algo que supera nuestra capacidad de imaginación. No es raro pues que muchos visitantes se sientan abrumados por estas dimensiones y transmitan una imagen poco atractiva de Tokio: tamaño desproporcionado, tráfico caótico, transportes abarrotados, distancias excesivas…

 

Debo aclarar que hasta este momento no hemos tenido ninguna dificultad para desplazarnos con nuestro coche por Japón a pesar de nuestra total incompetencia para interpretar el más mínimo carácter de la escritura japonesa. El GPS, uno de los grandes inventos de nuestro tiempo, funciona con admirable precisión una vez que conoces el truco esencial: no intentes escribir los nombres de las calles, tarea casi imposible; lo que hay que introducir en el aparato es el número telefónico del lugar al que quieres dirigirte. Efectivamente, este dato es único e indubitable y como el GPS lo controla con total seguridad te dirige hasta tu destino sin ninguna vacilación.

Sin embargo, en Tokio decidimos movernos en metro dadas las grandes distancias existentes y la intensidad del tráfico de la ciudad. Este medio de transporte nos sorprende por su eficacia, rapidez y facilidad de utilización. Todo está perfectamente señalizado en inglés y con pantallas electrónicas que te informan de destinos, direcciones y tiempos del viaje. Desde el primer día somos capaces de usar este medio sin ninguna dificultad y nos aficionamos a movernos con rapidez por el subsuelo de esta enorme ciudad. Los vagones son limpios y cómodos y en ningún momento sufrimos las apreturas que tan famosas se han hecho.

Mi experiencia después de cientos de viaje por docenas de países es que las cosas casi siempre son mucho más fáciles de lo que te habías imaginado antes de partir. Es curioso que muchos viajeros, cuando retornan a sus países, disfrutan contando cosas negativas y exagerando las posibles dificultades, tal vez para poder transmitir a sus amistades la sensación de que han hecho algo excepcional o de que han corrido aventuras dignas de ser narradas. Moverse por Japón, y por Tokio en concreto, es mucho más fácil de lo que la gente suele decir.

Algo parecido debo destacar en relación con los japoneses y su carácter. Es frecuente que muchas personas tengan una opinión un tanto negativa sobre los japoneses o, al menos, que piensen que se trata de gente un tanto fría y huraña, si no mal educada. La realidad con la que nos topamos en Japón nada tiene que ver con ese estereotipo negativo. Todo lo contrario: los japoneses, como norma general, nos sorprendieron por su simpatía, su amabilidad y su deseo de agradar. Es cierto que existe una gran barrera muy difícil de superar, la del idioma. Los japoneses que uno encuentra por la calle solo suelen hablar su propio idioma y no es fácil encontrar personas que se desenvuelvan en inglés con una cierta soltura. La comunicación es pues muy difícil. Y por eso son todavía más sorprendentes los

Figura 12. Grupo de estudiantes japonesas disfrutando de una excursión

esfuerzos que hacen por ayudarte cuando les preguntas algo o les pides orientación. Personalmente, una de las cosas que me habría gustado es poder tener un cierto nivel de comunicación, aunque fuese meramente superficial, con los japoneses, poder hablar con ellos de algún tema y acercarme un poco más a su cultura y a su forma de pensar. En cualquier caso debo dejar constancia de la amabilidad con que nos trataron en todo momento, amabilidad que se demuestra en su forma de posar en algunas fotografías que les tomamos (figura 12).

 

Tokio es efectivamente esa gran urbe moderna y bulliciosa, ese centro comercial e industrial que no para de crecer y que exhibe un dinamismo difícil de superar en el mundo. Pero si miramos con un poco de atención, también es una ciudad llena de esos contrastes tan característicos del país y de esas paradojas que tanto nos sorprenden.

Es conocida la importancia que tiene el pescado en la alimentación de los nipones y la importancia que ha tenido tradicionalmente, y que todavía tiene, la actividad pesquera en la economía del país. Ha sido incluso el motivo de algunos conflictos internacionales delicados. En Tokio se encuentra el famoso mercado de Tsukiji que pasa por ser el mercado de pescado más grande e importante del mundo. Vale la pena madrugar para visitar este mercado, un espectáculo curioso por la cantidad y variedad del pescado que allí llega y que desde allí se distribuye. Usando el término de Zola, por este “vientre” de Tokio pasan diariamente unos 3.000.000 de kilos de unas 450 variedades de peces y mariscos. Aquí se reciben, se limpian, se trocean, se embalan, se venden, se distribuyen, todo ello con la eficacia y la minuciosidad características del temperamento japonés. Es increíble que en medio de esas ingentes cantidades de pescado tengamos la sensación de que reina el orden y la limpieza, y que podamos recorrer los laberintos de puestos y pasillos sin experimentar en ningún momento repugnancia ni malos olores (figura 13). Algo así solo es posible en Japón.

Figura 13. Vista parcial del mercado de Tsukiji

Si los mercados son siempre un gran aliciente para el viajero pues son lugares en los que aflora la vida cotidiana y las costumbres más arraigadas de cada pueblo, algo parecido puede decirse de las bodas, ceremonias que con uno u otro ritual existen en todas las culturas, que en muchos casos mantienen tradiciones que se remontan a la noche de los tiempos y en las que los novios, y sobre todo las novias, se esfuerzan al máximo por mostrar no solo sus mejores galas sino también sus más arraigados sueños. Es pues una gran suerte cuando en nuestros viajes podemos asomarnos, aunque sea de lejos, a una ceremonia nupcial y atisbar algo del misterio, la emoción y la profundidad que encierra este singular compromiso. El templo de Meiji Jingu es uno de los más importantes de Tokyo. A pesar de estar en el centro de la capital, este gran templo sintoísta es un remanso de paz pues está rodeado de un extenso jardín boscoso. No es raro que en este lugar se celebren bodas y nosotros tuvimos la suerte de poder asistir a varios de los ritos de una boda tradicional, como el encuentro de los novios, el cambio de vestidos y la procesión solemne.   

 

Figura 14. Ceremonia nupcial en el templo Meiji Jingu

Fue para mí un espectáculo especialmente interesante, aunque no fuese capaz de comprender el significado profundo de los diversos ritos que se desarrollaban ante mis ojos. Una vez más, resulta sorprendente y paradójico que en la modernísima y superpoblada Tokio encontremos un santuario recoleto que es un remanso de paz y, mucho más todavía, que allí se celebre una ceremonia nupcial que reproduce ritos y símbolos ancestrales, probablemente muy similares a los que podrían contemplarse hace varios siglos (figura 14).    

 

Y cuando vemos a estos novios contrayendo matrimonio según estos ritos tradicionales no podemos dejar de preguntarnos a qué se dedican los contrayentes, cuál es su ocupación en la moderna megalópolis. Es posible que pese a la imagen arcaica que nos trasmite su atuendo convencional se trate de empleados de algunas de las grandes empresas japonesas que están en la vanguardia tecnológica: Toyota, Mitsubishi, Panasonic, Canon, Toyota, Sony… La ceremonia, sí, es de una gran belleza plástica, pero nuestra ignorancia nos suscita no pocos interrogantes que desgraciadamente quedarán sin respuesta. 

Hace algunos años, cuando después de una guerra terrible que había dejado al Japón en una situación de postración, el país empezaba su vertiginoso proceso de crecimiento económico y de modernización, era frecuente oír una crítica despectiva que todavía algunos insensatos repiten como cotorras: “Los japoneses son muy trabajadores y buenos imitadores pero carecen de creatividad; no han inventado nada”. Este tipo de críticas infundadas chocan hoy con la realidad de un país que es líder indiscutible en muchos campos industriales de vanguardia: automoción, música, fotografía, electrónica, informática… E incluso en sectores de gran impacto en la cultura y en las costumbres: dibujos animados, cine, videojuegos, etc.

Figura 15. Catedral católica de Tokio, de Kenzo Tange

Tokio es, en efecto, una inmensa ciudad moderna, con una población de varios millones de habitantes, con una gran profusión de rascacielos y de edificios modernos, más o menos feos, con pujantes zonas industriales, con calles comerciales en las que compiten las marcas más prestigiosas del mundo, con una telaraña de redes de autopistas, etc, etc. Pero también una urbe abierta y que está a la vanguardia de una gran cantidad de movimientos culturales y sociales. Sirva como muestra de esta afirmación la moderna catedral católica, obra del famoso arquitecto japonés Kenzo Tange (figura 15).

 

Esta moderna catedral fue inaugurada en 1964 para sustituir a la antigua de madera, incendiada durante la II Guerra Mundial. La imponente belleza de este templo, iluminado por la luz del sol poniente nos habla de la tolerancia religiosa del país, nos demuestra el nivel técnico alcanzado por sus profesionales, también en el campo de la arquitectura, y nos recuerda que los jesuitas españoles y portugueses encabezados por san Francisco Javier plantaron hace más de 450 años unas semillas de la religión católica que todavía siguen dando frutos en la moderna Japón.

Tokio es también una ciudad que dicta tendencias en el campo de la moda y sobre todo en un tipo de moda juvenil muy característico, de estética japonesa. El epicentro de esta moda tan peculiar es la pequeña calle de Takeshita, repleta de comercios y siempre atiborrada de jóvenes japoneses, tanto chicos como chicas, que van no solo a comprar las prendas y accesorios más actuales y llamativos sino también a lucir sus atavíos en una feroz competencia por destacar y por lucir el aspecto más provocativo, más seductor o más juvenil (figura 16). Es una visita que merece la pena no solo por lo original y divertida que resulta sino porque nos ayuda a acercarnos un poco a las inquietudes y las actitudes de una juventud japonesa que tal vez romperá definitivamente con los restos del Japón tradicional. O tal vez no lo haga.

Figura 16. Vendedora a las puertas de un comercio de la calle Takeshita

Otro famoso y curioso lugar de Tokio que merece la pena visitar es el cruce de Shibuya, que se considera el cruce de personas con una mayor densidad de población del mundo. Su singularidad deriva de que es un cruce de calles en el que los peatones no solo cruzan en las cuatro esquinas, como es normal, sino que también lo hacen en diagonal cuando los semáforos lo autorizan. El tiempo de espera es relativamente largo y el número de personas que circulan por la zona a las horas punta, sumamente elevado. Cientos de personas se agolpan esperando el momento de poder cruzar y cuando los semáforos se abren una gran masa de personas se afana por cruzar en todas direcciones provocando una sensación muy curiosa de ajetreo, velocidad y confusión. Los atuendos variados de ejecutivos apresurados y de jóvenes coquetas contribuyen a dar al lugar una todavía mayor sensación de diversidad y de caos. Se calcula que alrededor de un millón de personas utilizan cada día los pasos de este cruce. No es desde luego un lugar tan interesante como otros que hemos mencionado pero los sitios curiosos y originales son alicientes para el viajero que, además, informan de la vida cotidiana (figura 17).

Figura 17. El curioso cruce de Shibuya en Tokio

Los turistas que visitan no la capital nipona no dejan de visitar el palacio imperial, o lo poco del mismo que está abierto al público. A mí este lugar me pareció carente de interés. Por el contrario, es mucho menos visitado el museo Nacional de Tokio, pues es sabido que los turistas no suelen tener tiempo para visitar los museos, salvo aquellos de primera línea que son obligados porque queda muy mal decir que has ido a París y no has visitado el Louvre, o a Londres y nos has visitado el British. El museo Nacional de Tokio es muy recomendable y merece ser visitado con suficiente atención y sosiego. Es un museo moderno y muy bien organizado que tiene el gran interés de resultar muy original y diferente porque en lugar de las obras artísticas occidentales que tanto conocemos dispone sobre todo de excelentes colecciones de arte oriental, mucho menos conocido para quienes vivimos en Europa. Además de la contemplación de obras de arte muy interesantes, el museo nos abre la mente a la contemplación de una cultura milenaria muy diferente de la nuestra y de la que tenemos generalmente un conocimiento excesivamente limitado. Este museo, en suma, fue para mí una grata sorpresa, una más (figura 18).

 

Figura 18. En el Museo Nacional de Tokio

Figura19. Local de juego con máquinas tragaperras

Las paradojas de este Japón tan complejo afloran por doquier cuando vamos paseando por las calles de Tokio. A veces podemos pensar que el materialismo ha triunfado definitivamente y que             nos encontramos en el reino de la eficacia, el desarrollo, el dinero, y hasta el vicio expuesto en la calle sin pudor alguno. Tal es el caso, por ejemplo, de los numerosos y enormes locales destinados al juego. En ellos podemos ver a centenares de personas que pasan horas apostando su dinero a las máquinas tragaperras en medio de luces chillonas de todos los colores y de un ruido ensordecedor producido por las máquinas y otros aparatos musicales. Estos locales, que nos parecen tan denigrantes, nos hablan de los problemas que sufren muchos japoneses y de las vías de escape que han de buscar poder afrontar las dificultades de la vida en una sociedad rígida y exigente y sometida a jornadas de trabajo excesivamente dilatadas (figura 19).

 

No lejos de estos lugares atiborrados de ludópatas vamos a encontrar los recintos sagrados de los templos, muchos de ellos venerables por su antigüedad, y generalmente lugares ajardinados llenos de paz y tranquilidad. Como casi siempre en Tokio, las personas que se acercan a orar, a pensar o simplemente a pasear, se cuentan por miles pero siempre mostrando la

Figura 20. Los fieles oran en el templo de Sensoji

misma actitud de silencio, de reverencia y de sumisión cuando se acercan a orar. Aquí aparece el Japón profundo y espiritual, apegado a las tradiciones y con esos valores de respeto y responsabilidad tan característicos de este pueblo. Uno de los más antiguos y venerados templos de Japón es el de Sensoji, situado en el barrio de Asakusa, que recibe unos 20 millones de visitantes al año. Es un templo budista dedicado a la diosa Kannon cuyos orígenes se remontan al siglo VIII. Alrededor del templo se sitúan numerosos pequeños comercios que dan a la zona una gran animación y un sabor muy tradicional (figura 20).

 

Figura 21. Dos jóvenes japonesas se hacen un selfie

Para ahondar en esos contrastes que nos hablan de un Japón complejo y multifacético nos sirve una imagen tomada precisamente en el mismo templo Sensoji de la figura anterior. Dos jovencitas, ajenas a la multitud que acude a visitar el templo y que las rodea, con un aire radical de modernidad, de juventud y de coquetería, posan tomándose fotografías con su teléfono móvil, de acuerdo con la moda explosiva que consiste en hacerse autorretratos (selfies) con amigos y familiares en cualquier lugar y en cualquier ocasión. Es el nuevo Japón, innovador, moderno, pujante y seguro de sí (figura 21).

 

Los contrastes se hacen todavía más marcados cuando nos dirigimos a la ciudad de Nikko, una visita imprescindible desde Tokio. La distancia es corta pues en un par de horas llegamos a esta ciudad que vuelve a ser una de las más antiguas y más tradicionales del país. Fue fundada en el siglo VIII por un monje budista y desde entonces es el núcleo principal del budismo en Japón. Pero la excursión a Nikko es mucho más que una salida a una ciudad pequeña relativamente próxima a la capital; es un viaje en el tiempo e, incluso, un viaje a un clima diferente.

Nikko se encuentra enclavada en unas colinas de reducida altitud pero que cuentan con un microclima especial, muy húmedo. Salimos de Tokio un día soleado y caluroso pero cuando llegamos a Nikko nos encontramos en un territorio boscoso en el que impera un ambiente lluvioso, una luz tenue tamizada por la neblina y la humedad y una temperatura notablemente más baja. Los templos se encuentran, como es habitual en Japón, desperdigados por el monte y escondidos en una vegetación espesa en la que destacan espectaculares cedros centenarios. Pero, además, la llovizna y la neblina confieren al lugar una apariencia misteriosa e íntima. La vegetación brilla por la humedad que todo lo empapa y los edificios emergen, cubiertos de musgo, entre el vaho de la evaporación que se eleva como si fuese humo. Los templos de Nikko son de los más antiguos y de los más bonitos que podemos ver en Japón, pero tienen además el encanto especial de estar situados en un lugar que parece extraído de los cuentos de hadas (figura 22).

Figura 22. Nikko

Figura 23. Vista parcial de Toshogu

Nos encontramos ya cerca del final de nuestro viaje por tierras japonesas y la visita de Nikko, con un conjunto de los templos que poseen una belleza y un interés excepcionales, es un colofón que nos dejará un inmejorable sabor de boca. Los templos que podemos visitar aquí combinan de forma exquisita los colores rojos con los dorados y están llenos de detalles arquitectónicos y decorativos que captan la atención del visitante. La visita supone pues un largo paseo por el bosque deteniéndose en la contemplación de estas obras realizadas con paciencia, cuidado y primor.

 

La fotografía se contagia de tenue luz del ambiente y nos presenta imágenes poco contrastadas, en las que predominan los tonos suaves y el ambiente resulta un tanto misterioso.

Los templos están formados por múltiples edificios que han desempeñado funciones diferentes y que se han ido añadiendo a lo largo de los siglos, lo que sorprendentemente no altera en ningún caso la unidad y la armonía del conjunto (figura 23).

Figura 24. Representación de los tres monos sabios en Toshogu

A pesar de que nos encontramos solo a 150 km de Tokio, nos hemos trasladado a otra época que parece muy alejada en el tiempo y en la distancia. Esta sensación se refuerza por el hecho de que aunque Nikko sea un destino turístico de primera importancia, el número de visitantes es aquí mucho menor que en otros lugares. De esta forma podemos disfrutar a nuestras anchas de los paseos por los parques y de la contemplación de los numerosos edificios.

 

Aquí el edificio principal es el Toshogu, lugar elegido por el célebre shogun Ieyasu para hacerse su mausoleo, pero, como suele ocurrir en los templos japoneses, no se trata de una gran construcción única sino de un conjunto formado por numerosos edificios que en muchos casos se han ido añadiendo con el paso de los siglos y que sin embargo mantienen una perfecta armonía entre sí. Algunos de estos edificios llaman la atención por su belleza, su originalidad o su decoración pero, al mismo tiempo hemos de prestar atención a la gran cantidad de detalles de interés pues varios de los templos de Nikko se encuentran decorados con esculturas policromadas muy bonitas y originales. Vemos, por ejemplo, la clásica representación de los tres monos sabios que se tapan la boca, los ojos y los oídos (figura 24); o la tumba en piedra del mausoleo de Ieyasu, protegida por una esbelta grulla que le sirve de protección; o los leones y gigantes que aparecen en las puertas de los templos como protectores; o los jardines con miles de cedros de gran porte.

Figura 25. El puente Shinkyo en Nikko

Terminamos nuestra visita a la ciudad de Nikko acercándonos al famoso puente rojo de Shinkyo, que nos ofrece una imagen típica del antiguo Japón que todavía pervive en medio del giro radical que ha experimentado el país en los últimos 100 años (figura 25). Este pequeño puente que salva la corriente de un pequeño río de aguas turbulentas nos hace casi olvidar que a pocos kilómetros se encuentra Tokio, la mayor aglomeración urbana del mundo y una de las ciudades más moderna, más dinámica, más industrial y más ruidosa.

 

Y así podemos concluir este breve y apresurado recorrido por este gran país de las paradojas, un país con un pie en la modernidad más avanzada y otro en sus tradiciones ancestrales, un país capaz como ninguno de cuidar el crisantemo y de desenvainar la espada.

Para los que hemos disfrutado practicando intensamente y durante mucho tiempo un deporte genuinamente japonés como es el judo, estas paradojas nos recuerdan inevitablemente que “judo” en japonés significa precisamente “camino suave”. Es curioso que un arte marcial, un deporte de lucha y contacto que asociamos con la necesidad de tener mucha fuerza, reciba este poético nombre. Sin embargo, en eso consiste el judo, en intentar aprovecharse de la fuerza del contrario para desequilibrarle y poder derribarle aunque sea más fuerte que nosotros. Es una metáfora de esa idiosincrasia peculiar del Japón que a nosotros suele parecernos paradójica.

 

 

 

Jaca, agosto 2016

Jaime Pereña